En la eucaristía se comunica el amor del Señor para con nosotros: un amor tan grande que nos alimenta consigo mismo; un amor gratuito, siempre a disposición de toda persona hambrienta y necesitada de regenerar sus fuerzas. Vivir la experiencia de la fe significa dejarse alimentar por el Señor y construir la propia existencia no sobre los bienes materiales, sino sobre aquello que no perece: los dones de Dios, su Palabra y su Cuerpo.
Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que hay muchas ofertas de alimento que no proceden del Señor y que, aparentemente, satisfacen más. Algunos se alimentan del dinero, otros del éxito y de la vanidad, otros del poder y del orgullo. ¡Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos sacia es solo el que nos da el Señor! El alimento que el Señor nos ofrece es distinto de los demás, y tal vez no nos parezca tan sabroso como ciertas viandas que el mundo nos ofrece.
Dentro de poco, en la procesión, seguiremos a Jesús, realmente presente en la eucaristía. La hostia es nuestro maná, mediante el cual el Señor se nos da a sí mismo. A él nos dirigimos con confianza: «Jesús, defiéndenos de las tentaciones del alimento mundanal que nos esclaviza, alimento envenenado; purifica nuestra memoria, para que no permanezca prisionera en una selectividad egoísta y mundana y para que sea memoria viva de tu presencia a lo largo de la historia de tu pueblo, memoria que se convierte en “memorial” de tu gesto de amor redentor. Amén
Franciscus
Santo Padre
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